17 de Diciembre de 2024
La nacionalidad de las personas influye en cómo otros perciben su capacidad de liderazgo
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marzo 6, 2023 9 min
En el mundo de la gestión de las organizaciones, del mismo modo que es posible hablar de inteligencia colectiva, también nos enfrentamos a casos de estupidez colectiva, la idiotez emergente.
Los ejemplos abundan. Hay ocasiones, demasiadas, en las que las organizaciones con las que interactuamos ya sea como trabajadores, clientes o proveedores, parecen comportarse de manera inexplicablemente estúpida.
Este mismo mes he sufrido recientemente en primera persona algunas de ellas, como tener que enviar una copia de una factura en papel a cientos de kilómetros, sólo para que cuando esta alcance su destino, un equipo de personas la digitalice de nuevo para poder ser procesada.
También me he visto en la tesitura de tener que rellenar interminables formularios y aportar todo tipo de documentación para poder trabajar por primera vez con un cliente, en procesos de “homologación” en gran medida sin sentido para una pequeña empresa como la nuestra. He tenido que responder a cuestiones como si respetamos la Declaración de los Derechos Humanos o cuantos megavatios de energía consumimos. Incluso he llegado a firmar que no tenemos intención de explotar las riquezas naturales en cierta zona sensible del planeta.
Y no me ocurre sólo a mí… Un amigo me contó como un supervisor en una aerolínea, tras una avería, prefirió dejar en tierra un avión comercial y pagar las cuantiosas indemnizaciones correspondientes a todo el pasaje, antes que asumir el pequeño coste extra de los traslados de un piloto para cubrir el vuelo tras la reparación del avión, evitando así un cargo en su pequeña cuenta de resultados particular, pero haciendo perder una pequeña fortuna a la compañía.
Es un no parar. Sólo hace falta sacar el tema en una charla de café y todo el mundo tiene experiencias surrealistas con las organizaciones que contar. Ocurre con instituciones públicas y con empresas privadas.
En la cultura popular, series de televisión como “The Office” o “Yes Minister”, y las tiras cómicas como “Dilbert” han sacado punta a estos sinsentidos, haciéndonos reír por lo absurdas de las situaciones, pero también porque solemos reconocer en ellas gran parte de realidad.
La pregunta que inmediatamente surge es ¿por qué ocurre esto? ¿En qué momento se tuercen las cosas y se genera el absurdo?
La primera sospecha suele apuntar a la estupidez individual. Ciertamente, existen personas estúpidas y pueden ser peligrosas, como explica muy bien Carlo Cipolla en sus Leyes fundamentales de la estupidez humana.
Este profesor, de manera humorística, clasifica a las personas en cuatro categorías según sea el efecto de sus acciones para ellos mismos y los demás. Las personas inteligentes logran beneficiarse ellas mismas y a su vez aportar algo al resto. Las personas incautas solamente benefician a los demás mientras que los malvados sólo se benefician a sí mismos…, pero el peor caso es el de los estúpidos, que serían aquellos cuyas acciones provocan perjuicio tanto a ellos mismos como a los demás. Además, argumenta Cipolla, los estúpidos serían los más constantes e imprevisibles en su comportamiento, y por ello los más peligrosos de estos cuatro perfiles.
Pero la presencia de personas estúpidas en las organizaciones no explica que ciertos comportamientos inexplicables arraiguen en las organizaciones. Sabemos que la inmensa mayoría de las personas que las componen no son estúpidas. Por el contrario, se trata de personas que han superado largos periodos de formación y procesos de selección que les han exigido cierto grado de inteligencia. Y aunque en efecto asumamos algunos efectos perniciosos de algunos estúpidos individuales, estos deberían ser detectados y corregidos rápidamente.
Estamos ante un fenómeno más complejo que el impacto de algunas personas individuales. Del mismo modo que es posible hablar de la ‘Inteligencia Colectiva’, en estos casos estamos ante la ‘Estupidez Colectiva’, la idiotez emergente. El sistema (en este caso, la organización) adopta un comportamiento estúpido a pesar de que sus componentes (las personas) no lo son.
Solemos asociar la estupidez organizacional con el exceso de “burocracia”, palabra que tiene una innegable connotación negativa desde su primer uso registrado, en una carta del economista francés Vincent de Gournay en 1764 que ya por aquel entonces se quejaba del exceso de regulación. En honor a la costumbre de envolver los documentos de la administración en el siglo XVI con cinta roja, este papeleo excesivo aún se conoce internacionalmente como ‘Red Tape’. Pero nuestro problema tiene que ver con una acepción más amplia y moderna del término.
En el inicio del siglo XX, el sociólogo alemán Max Webber sentaría las bases de la versión moderna de la burocracia, entendida como una forma de organización que consideraba ideal. En ella, la jerarquía piramidal, los procedimientos estandarizados, así como la especialización y la despersonalización de los puestos de trabajo, garantizaban la eficiencia y la imparcialidad frente a favoritismos o las interferencias políticas en unas organizaciones que se hacían cada vez más complejas.
El éxito innegable de su modelo puede observarse aún hoy en día en todo tipo de organizaciones públicas y privadas, que en su enorme mayoría siguen mostrando la huella de estos principios establecidos hace ya más de un siglo.
Pero la estandarización y registro de todos los procesos que esta manera de organizarse conlleva, también puede acarrear efectos indeseados como empeorar el exceso de papeleo del que ya se quejaban hace siglos y que hoy en día hemos llegado a asociar de manera peyorativa a la palabra ‘burocracia’. Mantener la cinta roja (Red Tape) a raya es uno de los retos a los que se enfrentan tanto gobiernos como grandes empresas privadas. En el ámbito académico del desarrollo organizacional se han hecho esfuerzos por medirla y comprender sus efectos. En algunas organizaciones se organizan periódicamente iniciativas para detectar y eliminar este exceso de ‘cinta roja’ que puede haberse generado.
Otro aspecto que está en el mismísimo diseño de una organización burocrática ‘à-la Webber’, es la división del trabajo en áreas (Bureaus) especializadas independientes, donde en aras de la lograr la máxima eficiencia, cada una se focaliza en una tarea concreta. Un efecto secundario indeseado de esto es precisamente la pérdida de la visión global que puede llevar a la organización a comportarse de manera idiota, en el sentido más preciso de la palabra ya que, en su origen etimológico, los griegos la usaban para referirse a la persona que no se ocupaba de los asuntos públicos, centrado solamente en cubrir sus necesidades.
Otra de las características intrínsecas en el modelo moderno de las burocracias, es la despersonalización según la cual un puesto de trabajo implica una serie de atribuciones y responsabilidades independientes de qué persona ocupe ese puesto, su origen familiar, su riqueza o sus valores.
Esta despersonalización, pensada originalmente para evitar favoritismos y proteger a la organización de los vaivenes individuales, combinada con una división extrema del trabajo también puede acarrear consecuencias indeseables: La persona que ocupa un puesto determinado, pierde de vista la finalidad global de su trabajo y se limita a cumplir órdenes y procedimientos, volviéndose una pieza intercambiable en la maquinaria de la organización en lo que Karl Marx denominaba ‘Alienación’.
Quizá el ejemplo más perverso de la combinación de una burocracia muy eficiente y despersonalizada fue el terrible aparato orquestado en la alemania Nazi para llevar a cabo el Holocausto. La filósofa Hannah Arendt tras el juicio de Nüremberg, nos advertía que estas burocracias pueden desembocar en ‘gobiernos de Nadie’, dictaduras sin dictador, en que personas normales pueden ser capaces de hacer actos horribles limitándose a cumplir con reglas y procedimientos.
En resumen, la estupidez a priori inexplicable que vemos en algunos de los comportamientos de las organizaciones sería por tanto un efecto secundario, un sub-producto, del éxito del modelo de organización predominante en el siglo XX basado en la división del trabajo y la despersonalización.
Por tanto, si las organizaciones se comportan de manera idiota, es porque de alguna manera, la falta de visión que esto conlleva es generalmente compensada por la eficiencia del foco a lo inmediato, asi como el orden y la predictibilidad que aporta la burocracia como sistema de organización.
Aún así, es importante controlar que el nivel de lo absurdo en la organización no supere un nivel peligroso, especialmente a medida que un entorno cada vez más volátil requiere más de la capacidad de adaptación que de maximizar la eficiencia.
Además, en los trabajos cada vez más complejos de hoy en día, se requiere a personas comprometidas y dispuestas a aportar todo su potencial, algo que como denunciaba Graeber en su libro ‘Bullshit Jobs’ no va a ser posible si estas no logran encontrar sentido a su trabajo. Probablemente la desconexión que observamos hoy en los fenómenos de ‘Great Resignation’ o ‘Quiet Quiting’ tenga mucho que ver con la necesidad que tienen las personas de encontrar un sentido a su trabajo, del que demasiadas veces carece.
Matts Alvesson, un especialista que lleva años investigando esto, comenta en su libro “The Stupidity Paradox” que para mantener la estupidez a raya es necesario actuar en distintos niveles, impulsando el pensamiento crítico y la curiosidad de las personas individuales, pero también actuando sobre los elementos estructurales como el diseño organizacional o la cultura para asegurar que se mira más allá de lo inmediato.
Nos queda por ver si los nuevos modelos de organización más ágiles con que se está experimentando hoy en día, logran triunfar al nivel alcanzado por la burocracia de Webber, y si estos ayudan a reducir los comportamientos absurdos al mínimo.
En estos momentos, en que la ‘Inteligencia Artificial’ está en boca de todos, también será interesante ver si la tecnología será capaz de aportar realmente inteligencia a las organizaciones o si por el contrario la usaremos para automatizar procesos que no deberían existir. No hay nada peor que un tonto motivado, o una estupidez automatizada.
Tengamos los ojos bien abiertos, identificando y eliminando en lo posible comportamientos absurdos de la organización.
Mantengamos la estupidez a raya. El mundo no necesita más de esto.
Foto de Ansgar Scheffold en Unsplash
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